martes, 26 de noviembre de 2013

Interesante texto

Fernando Díaz Villanueva.-


Los seres humanos tenemos cierta inclinación a creernos todo aquello que nos reconforta y que nos ofrece soluciones sencillas a los problemas de la vida, que suelen ser bastante complejos, y a veces irresolubles. Esa es la razón por la que reputamos como ciertas las predicciones que hacen los horóscopos y nos regodeamos con historias fantásticas, a las que solemos otorgar un crédito ilimitado.


En tiempos pasados, cuando el hombre aún no controlaba ni entendía las, al menos aparentemente, fuerzas ciegas de la naturaleza, creer en lo sobrenatural era algo de obligado cumplimiento. Si, por ejemplo, se desataba una tormenta en alta mar, los marinos fantaseaban con dioses enfurecidos, ajustes de cuentas en el Olimpo o criaturas espeluznantes dispuestas a darse un festín con los restos del inminente naufragio. Se creían todo eso y mucho más. El mundo era, de hecho ha sido durante cientos de miles de años, un lugar oscuro y lleno de misterios que escapaban al entendimiento de los mortales. 

A mediados del siglo XVII la ciencia, esa veta del pensamiento humano que consiste en emplear un método racional para llegar a conclusiones universalmente válidas, empezó a poner luz donde antes había tinieblas. Así, los temporales dejaron de ser sucesos extraños desatados por voluntades sobrehumanas y empezaron a ser, simplemente, fenómenos atmosféricos, cuyas causas eran mucho más mundanas que divinas. Y así con casi todo lo que a nuestros antepasados les quitaba las ganas de comer, de dormir y hasta de hacerse a la mar.

Ahora bien, todo lo que hemos aprendido en los últimos tres siglos no ha servido de mucho, si reparamos en la inevitable sección de astrología de cualquier diario, o en la amplísima colección de creencias infundadas, irracionales y estúpidas desperdigada por la literatura contemporánea, la televisión o el cine. Creer en supercherías es muy común y hasta considerado de buen gusto, pero lo peor de todo es que, para los adictos a lo paranormal, sus creencias tienen tanta autoridad como la Ley de la Gravitación Universal.

Esto es un hecho indiscutible que pone a los científicos en jaque y al mundo moderno en evidencia. Por ello, todo esfuerzo encaminado a desmontar las falacias de las pseudociencias y a combatir las supersticiones atávicas que anidan en el alma humana es bienvenido. Porque la inmensa estafa de lo paranormal no sólo se queda en lo intelectual, que eso hasta podría perdonarse; es que los apóstoles de la Nueva Era, los caraduras del zodiaco, las cartas astrales y los fenómenos ocultos y presuntamente inexplicables se hacen de oro. Millones de euros mueven cada año los nuevos nigromantes, que cabalgan satisfechos aprovechándose de la ignorancia, la ilusión y, las más de las veces, la desesperación de muchas personas necesitadas de respuestas inmediatas y tranquilizadoras para las incertidumbres de la vida, que son muchas y muy amargas.